Las farolas, altas y estilizadas, proyectaban sobre el camino la mezcla
perfecta de una luz anaranjada que no alumbraba y la oscuridad de la cuneta.
Esto provocaba que el paisaje a mi vista fuese aún menos acogedor de lo que ya
era. Instintivamente, crucé las piernas modosamente para que mi secreto
estuviese aún más a salvo de lo que ya se encontraba. Porque nadie que no
compartiese mi condición lo sabía. Para calmarme, murmuré una y otra vez el
nombre que me acompañaba desde hace muchísimo tiempo. Cada vez que lo
escuchaba, aunque fuese de mis labios, una enorme paz inundaba mi ser,
desterrando los negativos pensamientos que siempre se arrastraban por mi mente.
El viejo autobús negro traqueteó por la sinuosa carretera hasta llegar
al lugar a donde me dirigía. Mi parada. Sheldon. El cartel, escrito con letras
normales, para nada llamativas, no destacaría en el paisaje para mí de no ser
por mis sentidos inusualmente desarrollados. Bajé del autobús con desgana
mientras sentía que el anciano que lo conducía, medio dormido, le lanzaba una
fogosa mirada a mi trasero. “Viejo verde”, recuerdo que pensé.
Ni un alma parecía habitar el lugar; no había adolescentes ruidosos, ni
gente joven, ni mayores, ni nada. Me sorprendió por un instante el silencio que
reinaba el pueblo, pero luego recordé lo que Brian me había contado sobre él y
agité la cabeza. Estaba visto que la palabra suerte repelía tanto mi persona
como dos imanes de un mismo polo.
Tras un par de intentos absurdos en los cuales acabé en la calle de las
Acacias y en Rednore St., llegué a la calle en la que se encontraba mi nuevo
hogar. Shadows’ Avenue. Mi
casa era la número 6.
Saqué las llaves del bolsillo de los vaqueros y abrí la puerta. Las
bisagras resonaron en la noche como el quejido de un animal moribundo y supe
que debía darles aceite. Pero no esa noche. Tenía mucho tiempo. Cerré la puerta
a mis espaldas, mientras un fuerte olor a cerrado invadía mis fosas nasales,
dejándome aturdida por un instante. Murmuré las palabras necesarias para que el
olor desapareciese y seguí recorriendo mi nueva casa. Llegué a una habitación
que contaba con un viejo somier, cubierto por un raído colchón y una almohada,
un armario vacío y un viejo buró. Dejé la maleta en el suelo y la abrí.
Mientras mi ropa volaba de la bolsa hasta el interior del armario, hice
aparecer una suave manta de cachemir y me tiré sobre el colchón, quedándome
dormida al instante por primera vez en mi vida.
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