El amanecer
llenó mi habitación de una luz rosada y me despertó de mi reparador duermevela.
Me sentí renovada, como si hubiese cambiado durante mis horas de sueño, aunque
en realidad ni siquiera me había deshecho de mis botas. Bajé hasta la cocina e
hice aparecer una taza y un calentador para la leche. Después bajé el sobre de
cacao y el cartón de leche y me preparé el desayuno. Me lo zampé en un tiempo
récord, procediendo más tarde a lavar la taza y el calentador y a subir a mi
cuarto.
La observé
con aire crítico y luego saqué la varita que llevaba escondida en la bota izquierda.
Toqué el suelo con ella y de inmediato una suave moqueta negra cubrió el frío
parqué; con un movimiento de muñeca pinté la pared de rojo sangre y la puerta
de negro; el somier y el colchón sobre los que había dormido cambiaron de
pronto para pasar a ser una cama de matrimonio de madera antigua de cabecero
elaborado y un enorme colchón mullido de las mismas proporciones; el buró lo
dejé donde estaba, pero hice que pareciese más de los años veinte con una mano
de pintura; el armario mutó en un gran vestidor. Satisfecha por mi trabajo,
decoré el resto de la casa en un santiamén y deshice la bolsa que quedaba.
Todas mis cosas llenaron armarios, estanterías y cajones. Cuando terminé, metí
de nuevo la varita en mis botas camperas y, calándome un gorro de lana en la
cabeza y cogiendo al vuelo una trenca oscura del perchero del pasillo, deslicé
mi móvil hasta el bolsillo del pantalón y salí a la calle.
Siendo
sincera, hacía mucho, mucho frío, pero a mí las bajas temperaturas no me
afectaban. Eran las ocho de la mañana, y también parecía que nadie habitara
allí. Siguiendo mi infalible instinto, recorrí el pueblo hasta encontrar mi
principal objetivo, el instituto. Esto era la peor parte de tener mi edad: con
diecisiete años, la escolarización es obligatoria. Y estudiar en casa no iba a
colar, puesto que carecía de tutor que lo hiciese. Era pequeño y acogedor, con
el aparcamiento lleno de los coches de los estudiantes de secundaria que
llenaban las aulas a primera hora de la mañana. Repasé en mi mente las instrucciones
del maestro Arcado y me dirigí a secretaría. Allí, una señora mayor me entregó
un plano que desapareció en el interior de mi bolso y un horario que guardé
pulcramente entre las páginas de mi libreta.
Sonó el
timbre de la segunda hora, y me crucé los pasillos hasta el aula número 125,
Matemáticas. Inspiré hondo una vez y entré en la clase. Como me había temido,
todas y cada una de las miradas se apartaron de la pizarra de tiza, en la que
un joven profesor, de unos treinta y muchos, explicaba las educaciones de
tercer grado, para clavarse en mí. En absoluto intimidada, crucé la clase y le
entregué mi parte al profesor.
—Eres la
chica nueva, ¿verdad? Sophia…
—Sophia
Swardenkaranivkowa –completé
para sacarle del apuro, mientras todos me miraban asombrados.
—¿Puedes
repetirlo? –me
pidió el profesor, con el boli suspendido sobre mi parte de asistencia, en el
que solo había alcanzado a apuntar mi nombre.
—¿Quiere
mejor que se lo escriba?
Asintió
mientras la clase hacía verdaderos esfuerzos por no estallar en risas. Tras
cerrar el parte, me adjudicó un sitio junto a un chico que, según su carpeta,
se llamaba Harry Peterson. Le saludé en voz baja, y me devolvió el saludo.
Luego deslizó su libro hasta el centro de la mesa. Al final del día, yo tenía
muchísimos libros nuevos para aprenderme de memoria y ningún amigo. Nadie se
acercaba a hablar conmigo y yo no les necesitaba. O eso creía.
Al día
siguiente, subí a mi coche nuevo, un todo-terreno cortesía del maestro Arcado y
escogido por Brian, y me dirigí al instituto. Tras tres clases transcurridas en
silencio, un chico rubio, con unos preciosos ojos esmeralda, se acercó a mí.
Sentí una clara punzada en el corazón cuando me miró, pero me esforcé por
aclarar mis ideas y le miré yo también.
—¿Eres
Sophia? –preguntó,
sabiendo perfectamente de mi respuesta afirmativa.
—Sí. ¿Quién
eres tú? –inquirí
a mi vez.
—Me llamo
Tyler Boods y soy el hijo del profesor de Matemáticas –añadió al
ver que en mis ojos relucía la sombra de la curiosidad–. Estoy
contigo en Literatura, Historia y…
—Química –terminé yo,
ubicándole–.
Ya sé quién eres.
—¿Qué tal
por aquí? Eres nueva en el pueblo, ¿me equivoco?
—No, es
cierto. Me he mudado anteayer. Bueno, ayer a las dos de la mañana.
Mi respuesta
le hizo esbozar una sonrisa que lo único que consiguió fue arrancar otro
pedacito de mi frío corazón roto. Aparté la mirada antes de sonreír yo también.
—Entonces
supongo que de nada servirá que te pregunte si te gusta el pueblo. No lo habrás
visto lo suficiente, ¿verdad?
—No, no creo
que sirva de nada –repliqué
entre risas. Él también se rió, y medio alumnado se dio la vuelta para
mirarnos. Para mirarme. Sacudí la cabeza lentamente y luego deslicé dos dedos
por un mechón de mi cabello, cohibida. Tyler negó también y me dijo, como si de
un secreto estatal se tratara, con los labios pegados a mi oreja:
—No les
hagas caso, temen por principio todo lo extraño. Son unos idiotas.
—Lo suponía.
¿Son aquellos tus amigos? –pregunté
señalando con la mirada a un grupo especialmente paralizado que se hallaban
sentados en torno a un balón, mirándonos fijamente desde la cancha de fútbol.
—Sí, y me
temo que ahora mismo parecen exactamente iguales que todos los demás. No suelen
ser así, suelen ser más… movidos. No sé, igual los han abducido.
—Sí, ¿los
marcianitos? Bueno, da igual. Era curiosidad, simplemente –respondí,
pero él se levantó y tomó mi mano, tirando de mí hasta donde se encontraban sus
amigos. Una vez llegamos, me soltó y chocó palmas con un par de ellos.
—Chicos,
esta es Sophia. Sophia,
ellos son Harry,
Luke, Derek, Mike y John.
Nadie
se movió; continuaron mirándome en silencio hasta que Tyler le propinó una
patada a Luke y él y Harry –Peterson, el mismo de la clase de Mates– me
saludaron, cohibidos ante mi presencia. No me inmuté, mi sola presencia bastaba
para acallar todo ruido. Tyler sacudió la cabeza y se sentó, y yo sonreí. Puede
que observasen mis brillantes ojos violetas, puede que mirasen mi larga melena
rubia, puede que estuviesen esperando que mi esbelto cuerpo mutase en una
alienígena. No ocurrió. Tyler me invitó a sentarme a su lado y, poco a poco, la
tensión fue desapareciendo hasta evaporarse por completo.
A
lo largo de la semana descubrí que eran uno de los grupos más populares del
instituto porque la mayoría de sus integrantes formaban parte del equipo de
fútbol del colegio. Eran divertidos, y pronto dejé a un lado las restricciones
que me habían impuesto para hacerme su amiga.
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